La vida de un chico de doce a trece años siempre es difícil, ya se sabe, pero si encima estás en un campamento de Sierra Espuña contra tu voluntad, fichado por la jefa y sentenciado a pasar tus noches en un dormitorio de chicas el asunto ya toma un cariz dramático de gran alcance. En fin, alguien podrá pensar que lo ideal en la mente de un crío de esa edad es estar rodeado de 18 tías, de todas las edades (desde la que tienes a la que te gustaría tener, de edad me refiero, aunque soñar es gratis) pero lo cierto es que fue una auténtica condena. Sin embargo, no era yo un espíritu pusilánime que se dejara vencer fácilmente. Si de algo sabía yo, después de toda una infancia de experiencia, era cómo hacer la vida imposible a los demás. Aun recuerdo las palabras de la cuidadora que se encargaba de los niños en
Un experto en estas lides sabe, perfectamente, que no debes aprovechar la primera oportunidad. Yo, y mis tres secuaces, soportamos estoicamente una humillación tras otras. La peor de todas: no teníamos armarios. Se los quedaron todos ellas y nosotros… la ropa en la maleta. Por la tarde íbamos a realizar las primeras actividades de grupo. Participamos en ellas como buenos y sociables elementos de nuestra comunidad deportiva. Finalizados los juegos, subimos al dormitorio y… ¡Candado! Esa pandilla de gritonas arpías puso un candado en la puerta, aprovechando dos cáncamos fuertemente agarrados en la puerta y el marco. ¡Un candado! ¿Llave? ¿Dónde? Si ni siquiera sabíamos que de repente nuestro único refugio se había convertido en “Fort Knox”. Llegan un par de nuestras compañeras de dormitorio muy ufanas. Intentamos hacer valer nuestros derechos y por fin llega la jefa y la súper-monitora rubia que traía salido a medio campamento.
- Verás Josefina (esta era la jefa), estas han cerrado la puerta, y nuestras cosas están dentro.
- Alguna razón habrá, hombre. ¿Habéis cerrado vosotras?
- Si, porque si no entran los chicos y nos miran las bragas (sic: dicho todo con voz chillona).
- Pues nosotros también dormimos aquí y tenemos derecho a entrar.
- Pues también sois chicos, no podemos fiarnos.
Después de un tira y afloja tan estúpido como interminable Josefina pide la palabra:
- A ver… ellas tienen razón, sois chicos y no sé… tendréis que aguantaros.
Bien… hay ocasiones, pocas ya, pero las hay que me sacan de quicio. A mí, en aquella época sobre todo, la adrenalina se me disparaba ante la injusticia. Con toda tranquilidad dije:
- Josefina… ¿Tú no vas a solucionar nada?
- No, yo ya he hablado.
- Y vosotras no abriréis el candado…
- Claro que no.
- Bien, con permiso…
Iter criminis: me acerqué a la puerta, agarré el candado y tiré… ¡Crunch! Arrancado limpiamente candado y cáncamos de la puerta (de hecho, como testimonio, llevaban un pedazo de marco y otro de puerta), lo puse en la mano de Josefina, espetándole (cuando aun no estaba de moda):
- ¡Ara vas, y lo cascas!