lunes, mayo 21, 2007

Sierra Espuña II: Abrir o no abrir...

La vida de un chico de doce a trece años siempre es difícil, ya se sabe, pero si encima estás en un campamento de Sierra Espuña contra tu voluntad, fichado por la jefa y sentenciado a pasar tus noches en un dormitorio de chicas el asunto ya toma un cariz dramático de gran alcance. En fin, alguien podrá pensar que lo ideal en la mente de un crío de esa edad es estar rodeado de 18 tías, de todas las edades (desde la que tienes a la que te gustaría tener, de edad me refiero, aunque soñar es gratis) pero lo cierto es que fue una auténtica condena. Sin embargo, no era yo un espíritu pusilánime que se dejara vencer fácilmente. Si de algo sabía yo, después de toda una infancia de experiencia, era cómo hacer la vida imposible a los demás. Aun recuerdo las palabras de la cuidadora que se encargaba de los niños en la Asociación de Amas de Casa que frecuentaba mi señora madre. A la hora de recogernos, a mi hermana y a mí, le espetó: “A la niña déjamela cuando quieras, es un ángel. A ese… ese… mejor no lo traigas más, o acabo tirándome por esa ventana”. En fin, solo intento contextualizar el trágico momento en que decidí que la jefa de los monitores se acordaría de mi presencia en el campamento.

Un experto en estas lides sabe, perfectamente, que no debes aprovechar la primera oportunidad. Yo, y mis tres secuaces, soportamos estoicamente una humillación tras otras. La peor de todas: no teníamos armarios. Se los quedaron todos ellas y nosotros… la ropa en la maleta. Por la tarde íbamos a realizar las primeras actividades de grupo. Participamos en ellas como buenos y sociables elementos de nuestra comunidad deportiva. Finalizados los juegos, subimos al dormitorio y… ¡Candado! Esa pandilla de gritonas arpías puso un candado en la puerta, aprovechando dos cáncamos fuertemente agarrados en la puerta y el marco. ¡Un candado! ¿Llave? ¿Dónde? Si ni siquiera sabíamos que de repente nuestro único refugio se había convertido en “Fort Knox”. Llegan un par de nuestras compañeras de dormitorio muy ufanas. Intentamos hacer valer nuestros derechos y por fin llega la jefa y la súper-monitora rubia que traía salido a medio campamento.

- Verás Josefina (esta era la jefa), estas han cerrado la puerta, y nuestras cosas están dentro.

- Alguna razón habrá, hombre. ¿Habéis cerrado vosotras?

- Si, porque si no entran los chicos y nos miran las bragas (sic: dicho todo con voz chillona).

- Pues nosotros también dormimos aquí y tenemos derecho a entrar.

- Pues también sois chicos, no podemos fiarnos.

Después de un tira y afloja tan estúpido como interminable Josefina pide la palabra:

- A ver… ellas tienen razón, sois chicos y no sé… tendréis que aguantaros.

Bien… hay ocasiones, pocas ya, pero las hay que me sacan de quicio. A mí, en aquella época sobre todo, la adrenalina se me disparaba ante la injusticia. Con toda tranquilidad dije:

- Josefina… ¿Tú no vas a solucionar nada?

- No, yo ya he hablado.

- Y vosotras no abriréis el candado…

- Claro que no.

- Bien, con permiso…

Iter criminis: me acerqué a la puerta, agarré el candado y tiré… ¡Crunch! Arrancado limpiamente candado y cáncamos de la puerta (de hecho, como testimonio, llevaban un pedazo de marco y otro de puerta), lo puse en la mano de Josefina, espetándole (cuando aun no estaba de moda):

- ¡Ara vas, y lo cascas!

viernes, mayo 18, 2007

Viajes de Rufus: Sierra Espuña (I)

Contando doce años hice un viaje a Sierra Espuña, a un albergue, en unas jornadas organizadas por la “Escuela Deportiva” de mi tierra. Supuestamente unos días en plena naturaleza, respirando aire puro y disfrutando de actividades con otros chiquillos, vamos, siendo social y haciendo amiguitos por la vida. Porque todo el que haya visto un par de capítulos de “CSI”, “Mentes criminales” o serie similar, sabe que nada hay como la soledad para volverte un asesino en serie aficionado a conservar orejas perforadas en botes de mermelada de la abuela.

Recuerdo aquel viaje con cariño, con especial afecto, pude dar rienda suelta a mis más desatadas pasiones. ¡No, a esas no, panda de enfermos! A mis pasiones destructivas, azote de cuantos me sacaran de quicio… y de alguno más que de rebote hubo de sufrirme en carnes propias. El mismo día de la llegada debíamos formar, por así decirlo, en una explanada frente al albergue. Yo, con mis tres secuaces del momento, me marché en pos de la aventura. Se dio el caso, porque a veces a una mala intención se unen peores casualidades, de encontrarnos una rueda de camión abandonada. Y allá que nos dedicamos a subirla pendiente arriba y soltarla, subirla y soltarla… Puede sonar monótono, pero era mejor que empujar a otros niños pendiente abajo. Pero, nada dura eternamente (como bien sabe toda esposa en el día que toca “lolailo”) y la monitora jefe, Josefina, un portento de mujer por lo bella y lo dominante que era, nos vino a pillar con las manos en la masa. Recuerdo su mirada dura, penetrante, mirándome fijamente, y su pregunta: “¿Y bien? Después de esto, ¿qué viene?”. Y mi respuesta (ay, esas respuestas que soy el primer sorprendido en escuchar): “Lo ideal: prenderle fuego y echarla a rodar, pero a falta de mechero…” Josefina descubrió que no podía fiarse de mí y yo… bueno, a mi me solía dar bastante igual que se confiara más o menos en mí.

El resultado: como castigo ejemplar fuimos separados de los de nuestro sexo, y nos asignaron dos literas en uno de los dormitorios de las chicas. Allí estábamos, cuatro tíos y 18 chicas. ¿Eso es un castigo? Al principio no nos lo parecía, pero aun habríamos de sufrir despojos, miserias y ataques por parte de nuestras compañeras de habitación, y que me ví en la obligación de enfrentar con toda la valentía, arrojo y, sobre todo, total falta de escrúpulos que, ay, tanto se echa de menos ahora que los años van pasando tan rápidamente como bajaba aquella rueda, por la pendiente serrana.