miércoles, junio 21, 2006

Menos de diez, más de ocho


Pongámonos en situación: nos encontramos en plena vorágine arqueológica, siglo XIX, esa época en la que cualquier hijo de vecino con titulo de lord hacía su hatillo, unas cuantas libras en el bolsillo, y salía por ahí a buscar zigurats, “tutankamones” y lo que hiciera falta. A mi siempre me hubiera gustado seguir sus pasos, en pos de la Antigüedad, que fuera mi mano quien descubriera al mundo los asombrosos restos de civilizaciones perdidas. Pero al final comprendí que las más interesantes son incomodísimas de la muerte de encontrar. Vilcabamba y el Machu – Pichu, están a una altura que vale, no cogerán tanto polvo como en el valle, pero por todos los dioses latinoamericanos no futbolistas, tampoco era para mandarlo donde Judas perdió el mechero. Y si nos vamos a oriente, pues muérete de calor y dedícate todas las noches a sacarte la arena hasta de debajo de los párpados: en definitiva, un incordio, con lo sencillo a la par que ilustrativo que es ojear cualquier libro, ¿no?

Hablábamos en capítulos anteriores de Troya, Ilión, esa ciudad tan mágica y legendaria. Y tanto era así que hasta bien avanzado el siglo XIX la mayoría de historiadores no creían que la tal ciudad existiera, permitiéndole vivir solo a la pobrecilla en el terreno de las leyendas y atribuyendo si invención a la imaginación siempre fecunda del inmortal Homero. Técnicamente de los “homeros”, ya que posiblemente no existió ningún Homero real, personaje singular y único, sino un conjunto de poetas que pondrían por escrito una tradición oral bastante extendida en una época que podríamos calificar de oscura y anodina en la historia de Grecia. Pero la guerra contra Troya era un factor que aglutinaba y daba unión a los pueblos dispersos que entonces componían la Hélade (por lo visto hacía bastante frío, ji ji, ja ja).

Así que Troya, tan modosita ella, estaba por descubrir. Y un buen aficionado a Homero, alemán de nacionalidad, y Schilemann de nombre, decidió irse a buscarla a la mismísima Turquía. Imagina las risas en las academias de historia: anda que Schliemann, vamos que me han contado que coge y se va con su mochila a Turquía, allí a buscar Troya. Sí, Troya, a partir de ahora ya no le ajuntamos. En fin, esos pensamientos elevados y académicos que cualquiera podría esperar de un sabio de los de toda la vida. Así que nuestro héroe se va allí, y excava que te excava (lo que venía a ser una excavación de la época, el arqueólogo mira y los demás pringan que es un primor, arrancando terrones aunque sea con las uñas). Y un buen día, como en cualquier película sobre momias, alguien da un grito, comienzan los ohs y ahs. No puede faltar quien grite: Maldición, maldición. En fin, encuentran una ciudad, poca cosa, pero ciudad. Y Schilemann, que era un experto faltaría mas, y no necesitaba carbono-14 ni contrastar nada, la bautiza como Troya. Hasta ahí bien, el problema vino algo después cuando encontraron… 9 ciudades debajo de la susodicha.

Al final, nada en claro, todo confusión. Aun nadie sabe cual de aquellas Troyas es la Troya de Brad Pitt pero lo que está claro es que su leyenda revivida dio alas nuevamente a la búsqueda de ciudades que siempre se consideraron legendarias. Y poco importa en ocasiones que la vida depare derrotas, que después de levantar una piedra no haya mas que otra piedra mas debajo. Puede que algún día una de esas piedras lleve un minúsculo rasguño, algo que demuestre que la mano de un hombre, hace miles de años, arañó un elemento de su medio para decir que aquí estamos, que nuestra voz no se apaga ni tampoco nuestro espíritu de lucha. Y sobre todo tener en cuenta que a veces la victoria no esta en encontrar, sino en saber emprender la búsqueda.

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